miércoles, 28 de febrero de 2018

Cuento: Tú, yo y el Alzheimer


Siete pasos, cuatro caídas

Él y yo. Él me completaba…            
 Unos meses atrás noté el extraño comportamiento de la persona más importante de mi vida. Sí, la más importante. Mi abuelo, el que tanto me ha hecho reír, el que me peinaba de pequeña, el que me calmaba, el que me hacía trucos de magia, el que me escribía cartas y jugaba conmigo, el que me daba chocolate a escondidas… Él, sí, él, quien me daba todo y más de lo que me podía ofrecer. Aunque él siempre me recibía con una gran sonrisa en la boca, ésta se fue despedazando. En poco tiempo sentí que mamá estaba cada vez más estresada y preocupada. ¿Por qué? La respuesta era simple, pero igualmente complicada. “Mi todo” tenía Alzheimer. NO, no podía ser verdad, mi abuelo estaba perdiendo la memoria; estaba perdiendo todos los buenos momentos que pasó con sus amigos, compañeros y familia; estaba perdiendo sus chistes, sus recetas, sus poemas, ¡TODO! Decidí comprobar yo misma si padecía esta enfermedad, pues no era capaz de creerlo. ¿Problema? Que mi familia no quería que yo le visitase, lo cual no tenía ni pizca de sentido.
                Un día dije a mis padres que iba a quedar con mis amigas, pero fui a casa de mi abuelo. Llamé al portero, y sin decir nada, la puerta se abrió. Hacía casi tres meses que no veía a mi abuelo. Estaba vestido con su jersey favorito y unos viejos pantalones. No tenía buena cara y no fue capaz de sonreírme como antes solía hacer al entrar en su casa. Sin decir nada se sentó en su sillón, junto al de su difunta esposa. Yo cogí una silla de la cocina y me coloqué a su derecha. Le hice algunas preguntas, pero no lograba recordar mi nombre o el de mi hermana. Tampoco articulaba bien las palabras. Por todo esto me sentí como si me hubieran dado un gran golpe en el pecho, pero creo que él se sentía peor; le noté muy triste por todo lo que había sucedido a la vez que decepcionado de sí mismo. Le dije que me esperase, que iba a casa porque le
quería enseñar algo. No contestó. Marché hasta mi hogar, en el cual no había nadie. Cogí el regalo más especial que me hizo y un álbum de fotos de hacía unos 10 años. Cuando llegué de nuevo a su casa, él seguía sentado en su sillón con la mirada perdida. No sabía por qué pero esa imagen no me agradó, me produjo cierto miedo. Me miró en silencio y le entregué el álbum. Contemplé cómo sus ojos brillaban de repente. Comenzó a reír y, de verdad, me hizo la persona más feliz de todo el mundo en sólo unos segundos. Le pedí hacernos una foto juntos y accedió. “Para la posteridad”-dije. Mi abuelo me hizo una mueca. Un momento después me empujó y gritó, gritó que me fuera de su apartamento. Tiró el libro bruscamente contra el suelo. Algo asustada y con lágrimas en los ojos recogí todo lo que había llevado y me fui.
                Al día siguiente mi madre me llevó al instituto,
pero yo tenía otros planes. Esa noche había decidido ir a visitar a mi familiar de nuevo y nada ni nadie me impediría hacerlo. Antes de nada pasé por mi casa y recogí ese regalo tan especial que me hizo varios años atrás. Entré en su casa con las llaves que yo había quitado a su hija. Le vi, de nuevo sentado en su sillón con la mirada perdida. Saludé, me miró, no trató de articular palabra. Enfrente de él empecé a sacar ese regalo que me hizo años atrás. Él contempló mi saxofón.  Este instrumento es el que mi abuelo había querido aprender a tocar desde niño. Me dijo “¿Me tocas una canción, Vero?”. “Sí, abuelo, con mucho gusto.” Le contesté. Toqué su canción favorita y vi cómo se dibujaba otra vez esa hermosa sonrisa. Le pregunté que si quería aprender a tocarlo, que no era demasiado tarde, cómo él solía decir. Asintió. Entonces le enseñé alguna técnica básica aun sabiendo que después de 10 horas no recordaría
ninguna de ellas. Cuando me di cuenta de que tenía que volver a casa le prometí que volvería el fin de semana. Al despedirme de él, se levantó de su antiguo sillón y me abrazó. Le dije todo lo que le quería y él me respondió con lo mismo. Volví muy alegre a casa pensando en todo lo que había hecho con mi abuelo. El sábado, cuando me estaba preparando para visitarle de nuevo, mi madre me entregó una carta y me dijo mientras una gran cantidad de lágrimas caían de sus cristalinos ojos: “Vero… lo siento mucho…demasiadas cosas... Bueno... El abuelo… ahora… está con la abuela… Lo siento, lo siento

de verdad…”Cogí la carta, abracé a mi madre y me encerré en mi habitación. Mi abuelo se había ido, para siempre, no le pude ir a visitar como le prometí, no tuve la oportunidad de decirle cuánto le quería una última vez. Se escapó de mí como arena entre las manos. Mi madre me dijo que no me preocupase y que me tenía que explicar ciertas cosas, cosas que yo en el momento ya conocía parcialmente. Contó que mi abuelo había muerto padeciendo Alzheimer, pero no se sabía aún si había fallecido por ello. También dijo que se encontró su cuerpo sentado en su sillón, con una pluma y un sobre en las manos, mi carta. Añadió que si quería seguir hablando sobre tema que la buscase por la casa cuando desease. Me quedé en mi habitación con la mente dispersa y las mejillas húmedas. Atrapé la carta y la admiré. Vi que en el sobre, bajo el sello de lacre que siempre ponía para cerrar las cartas, había una frase escrita: “Para poder andar no solo se necesita saber dar bien los pasos, también es necesario saber levantarse a cada caída”. Encima del sello, había escrito el apodo que me había puesto él mismo, “Flor de melocotón”, se había acordado. Gotas de agua resbalaban por mi cara mientras me disponía a abrir la carta. Leí el escrito, esto es lo que ponía:
                Verónica, mi nieta, estoy muy feliz por la visita de esta mañana, ha sido estupendo aprender un poco sobre el saxofón; pero ese no es el tema por el cual te escribo.
Te quiero decir, primero de todo, que lamento mucho todo lo que está pasando conmigo, no se lo que me pasa,  me siento incapaz de controlar mis emociones y muchas otras cosa; simplemente siento una gran impotencia. Se que no me queda demasiado tiempo de vida, lo sé, así va el ciclo. Unos mueren otros nacen. Pero yo solo quiero que sepas que pase lo que pase seguiré allí contigo, junto a la abuela, pero contigo. Para cuando llegue ese momento lo único que te quiero decir es que no te preocupes demasiado, que yo te estaré cuidando desde arriba.
Te enseñé a andar, y a levantarte. Recuerda que por simples caídas no tienes que terminar tu caminata, pues éstas son las que hacen a una persona, y  no los pasos andados, como mucha gente espera. Las cicatrices y heridas que ha tenido esa persona al caer significan que ha sido y es fuerte.
Espero que en un futuro seas una gran mujer que consiga sus sueños y todo lo que quiera gracias al esfuerzo. Y por favor, Vero, nunca te quedes sin hacer nada, nunca pienses que no hay nada que hacer para poder arreglar algo, elévate del suelo y consigue todo lo que propongas.
Recuérdame siempre, te lo agradecería ilimitadamente, no me olvides nunca. Yo no quiero flores en mi tumba,  únicamente  deseo que me lleves constantemente contigo, en el corazón y que pienses en mí. No quiero que llores cuando mi hora llegue, aunque te conozco demasiado… Nunca te rindas, levántate y sigue adelante.
SIEMPRE TE QUERRÉ:
Tu abuelo.
                Duro. Todo fue muy duro. Esos meses fueron horribles para mi familia, pero lo afrontamos como pudimos. Me resultó muy doloroso perder a una persona tan especial. De todas formas sabía que no podía volver atrás ni hacer nada para cambiarlo. Fue costoso para mí el “levantarme de la caída y sanar mis heridas”, pero lo hice. Al fin y al cabo, todo se vuelve un aprendizaje y con la muerte de mi abuelo me di cuenta de que lo que me decía era verdad, que tras una caída no te puedes quedar estancado, te tienes que incorporar y seguir con tu camino.